CAPÍTULO 2
Norkia
era un reino construido en un gran valle en el que abundaba la vegetación por
sus lluvias de otoño y el sol de primavera. La agricultura era su principal
medio de ganancias junto con la ganadería al exportarlas a Aldapor e Irydon,
los otros dos reinos que conformaban el mundo de Méria más allá de las
montañas.
Los
norkianos eran conocidos por su avaricia insaciable y su poderosa soberbia. El
dinero les atraía más que a cualquiera de los otros reinos y por ello, en la
misma ciudad existía una jerarquía social estrictamente marcada por todos los
habitantes.
La
familia Dork era la familia real que poseía un gran castillo en lo
alto de una colina muy cerca de las montañas, justo al final de las viviendas
de los lugareños con altas torres y jardines frondosos. Multitud de doncellas y
sirvientes debían de mantenerlo limpio para que se viera como un lugar de alta alcurnia.
Detalles dorados y bronceados podían apreciarse por todos los rincones de
palacio presumiendo de la enorme belleza y poder que poseían.
Un
sirviente de mediana edad sin pelo en la parte superior, pero con unos cabellos
pelirrojos que le rodeaban la coronilla, andaba deprisa por los pasillos fríos
del castillo y con sus manos cogidas por la espalda hasta llegar a una puerta en
la que golpeó un par de veces antes de entrar. Se trataba de la sala donde se encontraba
el rey Klaus. Al entrar se veían estantes a derecha e izquierda de madera
cobriza llenas de libros antiguos de todos los tamaños y muy ordenadamente colocados.
En el centro estaba la mesa del rey con sus libros abiertos y pergaminos
enrollados donde se registraban las ganancias del año y otros asuntos del reino
para comprobar que hubiera un correcto control sobre ellos.
El
rey era un hombre que irradiaba majestuosidad en todas sus facetas, intimidaba
a cualquiera que se encontraba a su lado. Se mantenía alto y fornido a pesar de
su edad. Sus cabellos eran del color de las nubes tormentosas y su barba estaba
completamente blanca. Tenía una piel clara y algo estropeada dejando ver unos
ojos grises que habían perdido su bonito azul.
Tolius,
era el consejero del rey y su sirviente más leal. Vio que su señor estaba de
pie apoyado en el ventanal que había a la derecha de la sala y que no se había
percatado de su presencia ya que estaba completamente inmerso observando algo
en el exterior con una mirada tímida que arrastraba una tristeza inmensa.
Podría estar viendo el reino, los jardines del castillo, o quizás pensaba en su
amada esposa Helena que falleció un tiempo atrás por una repentina enfermedad o
eso creían todos, pero como su sirviente más leal y por todos sus años de
servicio, sabía que el rey ocultaba algún asunto oscuro sobre la muerte de la
reina que no quiso compartir con nadie y esto le hizo caer en un sufrimiento profundo.
Tolius se sacudió la cabeza y carraspeó para aclararse la garganta.
- Mi señor, le necesitan en la sala real urgentemente.
– anunció con tono serio. El rey volteó su cabeza para mirarle con atención y
frunció el ceño al escuchar sus palabras.
- No parece ser nada bueno. – dijo con su
voz grave y se dirigió a la sala real donde le esperaban o eso pensó Tolius mientras
se acercaba al ventanal donde se había ausentado el rey Klaus anteriormente. -
¡Tolius! - gritó de repente el rey haciendo que su sirviente pegase un brinco.
- ¿A qué esperas? – el sirviente hizo una mueca de disgusto ya que no podría
satisfacer su curiosidad.
- Ya voy mi señor. – dijo mientras le seguía,
abandonando aquella imagen del ventanal que solo pertenecería al rey y a sus pensamientos
más íntimos.
Junto
a los jardines coloridos del castillo, en la zona trasera, se escuchaba el
sonido metálico que producía el metal con metal, una espada con otra espada. Se
podía contemplar a dos siluetas que se movían elegantemente y sin retroceder.
Con
los cabellos dorados pegados a las sienes por el sudor, el príncipe Arian se
enfrentaba a su maestro. Cada enfrentamiento con él era un intenso
entrenamiento en el que se llevaban largos ratos hasta que las fuerzas
empezaban a flaquear. Arian sintió como su brazo derecho ya empezaba a
entumecerse por el agotamiento, pero, aun así, nunca se rendía. De pronto una estocada de Sirc, su maestro, le
hizo perder el equilibrio de su espada haciendo que cayera al suelo. El
príncipe sintió el frío acero en su garganta que le dibujó una media sonrisa en
su rostro.
- Has aguantado mucho más que la última vez.
– dijo Sirc retirando su espada y echándose hacia atrás sus cabellos oscuros de
la frente. – Te felicito. – Su maestro era un profesional con la espada y en la
lucha cuerpo a cuerpo. Apareció hace ya un tiempo delante de su padre para ser
juzgado por un caso de robo insignificante y viendo cómo se defendía de los
guardias, el rey decidió acogerlo como profesor de defensa para entrenar a sus soldados.
Ahora dedicaba su tiempo al príncipe con el propósito de hacer de él un gran
guerrero.
- No ha sido nada. – Dijo en un tono burlón
mientras jadeaba. Arian dejó caer su cuerpo al suelo para que su ritmo cardíaco
volviera a la normalidad.
- Nunca había visto a alguien mejorar tan
rápido como lo has hecho tú –hizo una pausa antes de proseguir – el rey debe
sentirse muy orgulloso de tener tan buen heredero. – Con aquellas palabras el
rostro del príncipe se ensombreció.
- Yo no estaría tan seguro. – murmuró.
- ¿Cómo dices? – preguntó Sirc.
- Ya conoces a mi padre. – dijo Arian
mientras se incorporaba del suelo. – está demasiado ocupado con los asuntos del
reino. Interesarse en su hijo sería – pensó si debía acabar la frase, pero la
dura realidad había que asumirla – una pérdida de tiempo para él. – dijo con
una voz seca mientras se quitaba el cinturón donde tenía a su espada
enganchada.
- Eres afortunado de tener a un padre. –
dijo el maestro mientras ordenaba los utensilios con los que entrenaba. –
Cuando pienses así, recuerda que muchos nacieron sin tener la oportunidad de
conocerlos. – el maestro paró para fijar su mirada en el príncipe. –No lo
olvides. -Arian le devolvió la mirada y se quedó pensativo. Sabía que su
maestro fue abandonado de pequeño por su madre y que cuando descubrió quien
había sido su familia ya habían fallecido. Sirc era un hombre fuerte al que
admiraba, al que respetaba y era la única persona de palacio con el que podía
mantener una conversación sincera.
Su
maestro se marchó del patio de entrenamiento y cuando él iba a seguir su mismo
camino dirigió su mirada al cielo, hacia la torre alta del castillo, el lugar
donde el rey Klaus solía pasar su tiempo. Arian aun podía recordar esos tiempos
de su niñez cuando su padre estaba a su lado y pasaban alegremente el tiempo
juntos. Ahora no era capaz de entender cómo podían haber cambiado tan
drásticamente las cosas.
El
rey Klaus estaba en la sala real donde se encontraba su gran trono de piedra. Allí
recibía a sus súbditos con necesidades e intentaba resolver los conflictos que apareciesen.
Sin embargo, en aquel momento el problema que se le presentó no era como los
habituales. Delante de él y de los demás consejeros de palacio unos campesinos
acompañados de guardias reales habían traído a una criatura muy extraña y sin
vida.
Se trataba de un ser parecido a los lobos salvajes pero su cuerpo no estaba cubierto de un pelaje grueso sino de duras escamas de un color verde negruzco como si hubiera salido de las profundidades del lago negro, un lago que se encontraba a las afueras del reino que colindaba con Aldapor y al que nadie se acercaba desde hacía años por las historias de seres terroríficos que supuestamente surgían de su interior.
Por la columna vertebral de aquella criatura aparecían escamas más largas y puntiagudas, y su cabeza tenía una forma normal a excepción de un par de colmillos de un palmo de largo que le sobresalían a los dos lados de la boca. El rey Klaus se acercó mirándolo con mucha preocupación.
Norkia era un reino muy marcado por los enfrentamientos que hubo en el pasado entre los humanos y los magos, seres humanos que nacían con el don de la magia y de quienes se desconfiaba ya que creían poder arrebatar el trono sin pestañear. No obstante, no solo estaban ellos, sino que en el mundo de Méria existieron criaturas mágicas que parecían vivir pacíficamente fuera de la visión de los humanos hasta que los antepasados decidieron exterminarlos.
Por esa razón, solo se sabía de su existencia por los libros y solo unos pocos podían permitírselo. El rey se mostró bastante preocupado porque, aunque fuese una criatura mágica era un comportamiento anormal que se acercaran tanto a la ciudad. Intuía que eran tiempos oscuros los que se avecinaban.
En ese mismo momento, las puertas de la sala real se abrieron con fuerza de par en par dejando paso a un hombre que se dirigía al centro con un paso ligero y confiado. Los trabajadores y consejeros pusieron sus ojos como platos creyendo ver una alucinación. El rey Klaus sintió que el odio que había estado dormido durante doce años había vuelto a resurgir de sus cenizas.
- Cuánto tiempo sin vernos, hermano. – dijo el hombre con un tono sarcástico y esbozando una sonrisa perversa.
-
Pe – pero, ¿qué es eso? – preguntó Tolius tartamudeando
del escalofrío que le entró al verlo.
Se trataba de un ser parecido a los lobos salvajes pero su cuerpo no estaba cubierto de un pelaje grueso sino de duras escamas de un color verde negruzco como si hubiera salido de las profundidades del lago negro, un lago que se encontraba a las afueras del reino que colindaba con Aldapor y al que nadie se acercaba desde hacía años por las historias de seres terroríficos que supuestamente surgían de su interior.
Por la columna vertebral de aquella criatura aparecían escamas más largas y puntiagudas, y su cabeza tenía una forma normal a excepción de un par de colmillos de un palmo de largo que le sobresalían a los dos lados de la boca. El rey Klaus se acercó mirándolo con mucha preocupación.
- ¿Este es el único ejemplar que vieron? – preguntó
el rey.
- No, mi señor. – contestó uno de los
campesinos. – creo que había tres más.
- ¡No! – interrumpió su compañero sin dudar.
– Por lo menos ocho aparecieron y atacaron nuestro rebaño en mitad de la noche como
si fueran una manada. – el rey Klaus ya se temía lo peor. No dudaba de que se
trataba de criaturas mágicas que creía extintas.
Norkia era un reino muy marcado por los enfrentamientos que hubo en el pasado entre los humanos y los magos, seres humanos que nacían con el don de la magia y de quienes se desconfiaba ya que creían poder arrebatar el trono sin pestañear. No obstante, no solo estaban ellos, sino que en el mundo de Méria existieron criaturas mágicas que parecían vivir pacíficamente fuera de la visión de los humanos hasta que los antepasados decidieron exterminarlos.
Por esa razón, solo se sabía de su existencia por los libros y solo unos pocos podían permitírselo. El rey se mostró bastante preocupado porque, aunque fuese una criatura mágica era un comportamiento anormal que se acercaran tanto a la ciudad. Intuía que eran tiempos oscuros los que se avecinaban.
- Mi señor – prosiguió el campesino. – tengo
que decirle, además, que mientras estuve oculto pude ver a alguien extraño al
lado de aquellos seres como si fuera su líder o algo así. – el rey frunció el
ceño.
- ¡¿Quién era?! – preguntó rápidamente
Tolius.
- No pude verle bien, pero estoy seguro de
que me hubiera matado si me hubiese descubierto. Aún siento escalofríos. –
Klaus tenía un mal presentimiento.
En ese mismo momento, las puertas de la sala real se abrieron con fuerza de par en par dejando paso a un hombre que se dirigía al centro con un paso ligero y confiado. Los trabajadores y consejeros pusieron sus ojos como platos creyendo ver una alucinación. El rey Klaus sintió que el odio que había estado dormido durante doce años había vuelto a resurgir de sus cenizas.
- Cuánto tiempo sin vernos, hermano. – dijo el hombre con un tono sarcástico y esbozando una sonrisa perversa.
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